LA HIPOCRESÍA DEL MUNDO ACTUAL

 

Hoy, Juan Manuel Jiménez Muñoz, has debido incordiar a muchos de tus lectores invisibles.  Cuando, como hoy, me es imposible acceder a tus artículos y comentarios a una hora adecuada para poderle leer con calma, me encuentro, primero, con un artículo inesperado de los que llaman la atención porque todos los que mencionas caben en el mismo saco, sin embargo, observo,  tan solo 47 de tus habituales seguidores te han leído, y muy pocos han respondido.

¿Será por el miedo al que aludes si destacan con algún comentario, o para que no los señalen en cualquier lugar de los que has mencionado?

¡Hoy, sí! Tu comentario me parece magnífico. Tanto…, que a los 30 segundo lo habían borrado de tu muro.

El mundo, amigo mío, está lleno de hipocresía, y no lo digo por tus seguidores, ya que les puede haber ocurrido como a mí, que no han podido llegar a leer tu artículo al haber desparecido delante de sus narices, pero no quita para que siga habiendo una enorme hipocresía en el mundo, sobre todo, en los partidos políticos y sus acólitos, que piden fidelidad al macho Alfa del grupo y a los ideales que propugnan de boquilla, aunque las clases dirigentes no cumplen porque tiene bula.

Hoy también he estado leyendo unos artículos de Priscila Guinovart, docente, editora y escritora uruguaya de las que obtengo unos párrafo porque reconozco que lo que dice es la realidad que estamos viviendo, y es acorde con el contenido borrado de tu artículo:

Priscila Guinovart es editora de columnas de opinión del PanAm Post. Ha colaborado con distintos medios de América Latina, EE.UU. y Europa. En 2014, publicó su libro "La cabeza de Dios".


“La Ilustración significa el abandono del hombre de una infancia mental de la que él mismo es culpable. Infancia es la incapacidad de usar la propia razón sin la guía de otra persona. Esta puericia es culpable cuando su causa no es la falta de inteligencia, sino la falta de decisión o de valor para pensar sin ayuda ajena” – Immanuel Kant.

Amenazados por el imparable avance hacia lo desconocido, los pesimistas añoran, reclaman y aplauden al líder fuerte, arrogante y derrochador de masculinidad (a propósito, y sepa disculpar desde ya el lector el repentino cambio de tono, pero estoy firmemente convencido de que los hombres que admiran a esos líderes ególatras, “mano dura” y populistas tienen una enorme necesidad de compensación —de carácter y no solamente, ¿se entiende?. Idealizan un tiempo pasado (que jamás ha sido mejor) y desestiman todo lo que ose proponer más libertad y progreso social. “El otro —lamentan— está aquí para tomar lo mío, para destruir lo que yo he hecho”.

El miedo es comprensible: estamos sobre una roca que gira alrededor de una estrella promedio que se desplaza rumbo a la nada. La vida no tiene sentido predestinado y va a ser más o menos lo que nosotros hagamos de ella. No hay más allá. Nuestros muertos no nos miran desde una nube. La desolación ante esta realidad es infinita. El instinto de aferrarse a lo conocido (llámese fé o tradición) es inteligible, pero no justificable: el límite es el otro y su libertad. Y hoy todos somos indiscutiblemente más libres.

La única razón por la que “antes” parece mejor es porque “antes” no había tanta información. Hoy conocemos de forma casi simultánea los males que aquejan al mundo; hace apenas 50 años debíamos esperar días —y en ocasiones, hasta semanas— para leer lo que uno o dos periodistas escribían sobre desastres o calamidades puntuales (lo que me recuerda a la torpeza de decir “hoy hay más enfermedades” sin jamás reparar en el hecho de que simplemente hemos refinado la detección y el diagnóstico de afecciones y trastornos). Hay quienes, con su pesimismo y desconfianza en la razón y el progreso, pretenden arrastrarnos a ese “antes” en el que no todas las vidas valían lo mismo, en el que el misticismo era preferible a la ciencia, en el que el fanatismo religioso era preferible a la búsqueda del conocimiento en absoluta laicidad, en el que el autoritarismo era preferible a la democracia liberal.

Alejarse del humanismo, entonces, es un suicidio colectivo, una barbarie, una regresión, pues constituye el abandono voluntario del bien preciado que nos llevó a la luna, que erradicó la viruela o puso celulares en nuestros bolsillos. A fin de cuentas, el conservadurismo es a la libertad lo que la astrología es a la astronomía, ya que toda causa humanista deriva en más libertad. La historia es testigo incorruptible y objetivo de ello.

El movimiento feminista actual no nace de una reclamación justa, y es esta la razón por la que no solo es estúpido sino que está condenado a la estupidez. En primer lugar, las bases históricas que lo sostienen no son las más confiables. La  supuesta “invisibilización de las mujeres” en la historia (disparadora de este revanchismo cainita) no existe como tal.

Ya en el 400, hombres viajaban de los sitios más remotos para tomar clases de matemáticas y astronomía con Hipatia de Alexandría. Entre el 700 y el 1000, las mujeres de la cultura escandinava (vikingos) tenían derecho al divorcio y a la propiedad privada. Asimismo, incluso durante el medioevo central y tardío, son incontables las mujeres que fueron admiradas y respetadas por sus contemporáneos. Desde Juana de Arco, pasando por Eleonor de Aquitania, hasta una reina imprescindible para Europa y el mundo (Isabel de Castilla, cuyo apoyo a las expediciones de Cristóbal Colón forjaran uno de los eventos que ponen fin a la Edad Media), las mujeres han sido una parte irremplazable de la historia. Son tantos los ejemplos del Renacimiento en adelante, que no me bastaría un solo artículo para referenciarlas.

La “invisibilización” a la que se aferran desde los colectivos feministas, por lo tanto, no es real. La única razón por la que siguen amarrándose a este portaaviones cargado de falacias es la misma por la que el socialismo sigue en vida: falta de estudio y lectura.

Por supuesto que fue, durante demasiado tiempo, la masculinidad la que imperó. En algunos puntos del globo, lo sigue siendo. Pero incluso en este contexto, en el que a la mujer fue, en efecto, vergonzosamente minimizada, hablar de “invisibilización”  es una exageración malintencionada.

Es fácil olvidar, en la comodidad del siglo XXI, que las guerras en la historia fueron la regla. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, la humanidad atraviesa el más extenso período de paz alguna vez vivido (que no, no significa que no haya guerras, sino que hoy en día es literalmente más probable morir de diabetes que a causa de un conflicto bélico).  Sí, es cierto, hasta hace relativamente poco tiempo, nadie miraba a una mujer para diseñar una catedral. De la misma manera, a lo largo de todos estos siglos en los que la paz fue la excepción, tampoco se miraba a una mujer para dirigir un batallón. Mientras tanto, los hombres gozaban del dudoso privilegio de ser descuartizados en una trinchera o de morir en el campo de batalla por razones que le eran absolutamente ajenas.

Este feminismo (que, reitero, me apena llamarlo así) nació en la década de 1960. El socialismo, al darse cuenta de que la reivindicación armada ya no seducía y habiendo agotado la monserga de la lucha de clases, va a las universidades y abraza las causas sociales. Nunca antes el socialismo o el comunismo habían sido gay-friendly (sino todo lo contrario), por citar otro de los ejemplos más notorios. El socialismo y el comunismo dan así el toque colectivista a un movimiento que, hasta entonces, era una reivindicación válida y justa.

A partir de allí, todos sabemos lo que sucede: la mujer es convenientemente convertida en víctima, y si hay víctimas, es porque hay victimarios. La sociedad se divide y reina el caos (como nuestras abuelas alguna vez nos dijeron, “a río revuelto, ganancia de pescador”). Y no es solo mi opinión desde el liberalismo.

Ellie Mae O’Hagan expuso la misma idea en su columna de The Guardian el pasado 8 de marzo, solo que O’Hagan halaga estas siniestras semejanzas. “Si esto (la causa “feminista”) suena a socialismo, es porque lo es. Solo mermando el poder de la clase del jefe (…) podremos asegurar que ninguna mujer sea forzada a elegir entre explotación sexual y económica y pobreza”, alega, entre disparates varios y un despliegue descomunal de ignorancia y negando el papel fundamental del capitalismo a la hora de independizar a la mujer.

Todos los colectivismos funcionan más o menos de la misma manera. Las aspiraciones y singularidades de cada individuo son ignoradas (de ser posible, aplastadas) y los fines justifican los medios. Es por esto que la historia es adaptada para ser funcional a esta narrativa iracunda y fanatizada, omitiendo pasajes esenciales de los sucesos que nos trajeron a la coyuntura actual.

Y como no conocen la historia, la repetirán. El feminismo puritano y mojigato se presta para los mismos atropellos que tantos hombres y mujeres resistieron. Este feminismo, alimentado de odio y  de un par de argucias de libreto, es un retroceso para la libertad. No, no para “las libertades conquistadas” de las mujeres, ni para la de los hombres: es una amenaza para la libertad, punto final.

 


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