“TODO LO QUE SIEMPRE QUISISTE SABER SOBRE LOS ORÍGENES DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA PERO NUNCA TE ATREVISTE A PREGUNTAR”.

 


Hace muchos que le sigo. En un principio de conocernos el se denominaba rojillo, aunque era más bien un socialdemócrata íntegro con el que tuve algunas diferencias argumentales sobre algunos de sus escritos.

Por nuestra manera de escribir y las diferencias de opinión con algunos de sus escritos y mis réplicas nos fuimos conociendo mejor, hasta el punto que aprecié que era un rojillo desvaído por dos motivos: el fue cambiando poco a poco tu tono y yo lo fui comprendiendo mejor, hasta el punto de sentir por su persona un gran aprecio.

Ha escrito varios libros en los que ha argumentado parte de la vida de la Primera  y de la Segunda República, con los motivos por los que algunos de nuestros reyes han abandonado su reinado para marchar al exilio.

Si he de decir algo sobre él, es que es un escritor realista, historiador, ecuánime, mordaz, con unas gónadas como las de “Babieca”. A petición de Trinidad Gil, una seguidora como yo del Dr, Juan Manuel, me pide amablemente si le puedo conseguir todos los artículos escritos por el doctor. Así que los pondré en mi blog “hay un ganso en mi sopa” para que no se pierdan y estén a disposición de todos los lectores que entren en el mismo.

 

CAPÍTULO PRIMERO de “TODO LO QUE SIEMPRE QUISISTE SABER SOBRE LOS ORÍGENES DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA PERO NUNCA TE ATREVISTE A PREGUNTAR”.

Hace tiempo que los lectores, cuando acudo a cualquier provincia para presentar mis novelas, solicitan que vuelva a publicar en Facebook la monografía sobre la Guerra Civil Española: esa historia en ocho capítulos consecutivos que escribí en las redes sociales en el año 2018, mucho antes de la pandemia de COVID, en los meses previos a que Sánchez nos mandara, cuando apenas tenía seguidores. Digo, yo. No Sánchez. Sánchez ya tenía y sigue teniendo seguidores. Y hoy, 19 de noviembre de 2024, he decidido agradar a mis más antiguos lectores: con algunos retoques y ampliaciones, comenzaremos la serie. Porque –no me lo negaréis– abandonar unos días las miserias de la política actual y aprender un poquito de Historia es bueno para la salud. Para la salud mental y espiritual.

Así pues, comenzaremos con el capítulo 1: una introducción general.

La masacre ocurrida entre 1936 y 1939, ésa que a muchos no se les cae de la boca, ésa que buscaron afanosamente tanto la derecha como la izquierda española, esa vergüenza colectiva que aún ahora, en cuanto te señalas, te refriegan por la cara, tiene su origen en un famoso aforismo de autor incierto:

“Las guerras las preparan los políticos para que los inocentes mueran en ellas”.

Partiendo de ese incontestable axioma que seguramente aplaudiréis, he de decir que tal afirmación es incompleta. No digo falsa, líbreme Dios. Digo incompleta. Y es que faltan en ella los actores secundarios, los que dan vida y color a las contiendas, los que se apuntan a ellas por devoción fanática, los que hacen que las cosas de la guerra –como casi todo en esta vida– no sean blancas ni negras, sino grises.

Tras el franquismo y la Transición, nos hemos acostumbrado a la buena vida. Y hay un término sencillo para definir el "acostumbramiento": se llama “morir de éxito”.

Un ejemplo de “morir de éxito” sería la Sanidad universal y gratuita. Tanto hemos normalizado convivir con ella que ya no le damos valor; y de tantos abusos, infrafinanciación y menosprecios acabaremos, seguramente, por hacer inviable el sistema sanitario público.

Otro ejemplo de “morir de éxito” son las vacunas. ¿Hay difteria en el colegio de mis hijos? ¿Hay poliomielitis? ¿Hay viruela? No. Nunca desde hace décadas. Pues entonces no los vacuno. Y es que, hasta que la peste negra no campe otra vez a sus anchas por el planeta Tierra, no exigiremos una rápida respuesta (Nota mental: recuerdo a los lectores que esta afirmación la hice dos años antes de la pandemia).

El tercer ejemplo de “morir de éxito” es la democracia política, entendida no sólo como “votar periódicamente”: eso ya se hace en Venezuela, y mira tú a lo que han llegado. Hablo de un Estado de Derecho con elecciones limpias, economía de mercado y protección social a los más desfavorecidos (lo que entendemos en Occidente como “socialdemocracia”). Y es que basta con que los políticos parasiten las instituciones con familiares y amigos, o que la Justicia deje de hacer su papel, o que los golpistas sediciosos agusanen lentamente la convivencia nacional y la igualdad entre regiones, o que los periodistas se transformen en prostitutas a sueldo del poder ejecutivo, para que todo se vaya al carajo y nos convirtamos en una autocracia regida por un Caudillo.

El cuarto ejemplo de “morir de éxito” es la paz. Y digo “la paz” en el sentido literal de la palabra: la ausencia de guerra, la ausencia de tiros en tu barrio, que no te bombardeen en plena calle, que no te fusilen al amanecer. El hecho de que en España llevemos 85 años sin tirotearnos en las trincheras es mala cosa. Muy mala. Pasa como con las vacunas. Y es que, como quienes sufrieron esa catástrofe van muriendo de forma natural, parece flotar en el ambiente la insólita y peligrosa idea de que la paz es el estado natural de las personas, de que lo que sucedió una vez en España es imposible que vuelva a ocurrir, de que la balcanización de Yugoslavia fue un problema puntual de Yugoslavia, y de que se puede jugar con la tranquilidad, la propiedad, la libertad y la paciencia de los españoles (llevando al límite la convivencia nacional y el funcionamiento de las instituciones) sin que suceda nada de nada.

Repasemos.

Los españoles menores de 60 años no saben de la Guerra Civil más que lo que les han contado sus familias de derechas o de izquierdas, o lo que han leído de autores de derechas o de izquierdas, y tampoco tienen recuerdos personales de lo que significó el franquismo: son, por así decirlo, “opinadores de segunda mano”.

Los que nos movemos entre los 61 y los 68 años tenemos recuerdos personales del agónico final del franquismo, pero no de la Guerra Civil que lo precedió.

Entre los 69 y los 85 años conocen perfectamente lo que fue el franquismo, pero no la guerra precedente.

Entre los 86 y los 101 años sufrieron en carne propia (lo recuerden ahora, o no lo recuerden) las salvajadas de la guerra.

Y sólo los escasísimos mayores de 101 años pudieron (tal vez) empuñar un arma y luchar en una trinchera. Digo de soldado raso. De sargento para arriba, todos calvos.

Ésa es la foto de ahora. Y es bueno conocer la foto para responder como se merece a algún sujeto de 30 años que te dice que es “un luchador antifranquista”; o para ilustrar a algún iluminado de 27 que te comenta “lo buenísima que fue la Segunda República Española”; o para reconvenir a una señora de 50 que te dice que la guerra civil “fue justa y necesaria para librarse de los rojos”; o para reírte descaradamente de un maniqueo de 19 que va por la vida repartiendo carné de ”fascista”, de “ultraderechista”, de “progresista” o de ”rojo”: etiquetando de “bueno” a quien opina como él, o de “malo” a quien opina lo contrario y le contraargumenta con educación.

Mi parecer sobre lo que nos sucede ahora, en este momento histórico (año 2024), es pesimista. Muy pesimista. Lo he expresado abiertamente en otras muchas ocasiones: somos un país cainita, donde la envidia es el deporte patrio y donde lo peorcito de cada casa estará siempre dispuesto a empuñar un arma para fusilar al vecino. Ese veneno, ese gen español defectuoso (como dirían los acérrimos independentistas catalanes), lo llevamos los españoles impreso en el ADN. Por eso nunca está de más escribir sobre los orígenes y antecedentes de nuestra propia contienda.

Hoy, 19 de noviembre, anuncio que a lo largo de este mes publicaré ocho o nueve artículos consecutivos en Facebook, y todos versarán sobre el origen de la Guerra Civil Española. Será una breve monografía dedicada a mis lectores.

Eso sí: llamaremos a las cosas por su nombre, os lo prometo. Y no os aburriréis. También os lo prometo.

Firmado:

Juan Manuel Jimenez Muñoz.

Médico y escritor malagueño.

                                                               ------------------

CAPÍTULO SEGUNDO de "TODO LO QUE SIEMPRE QUISISTE SABER SOBRE LOS ORÍGENES DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA PERO NUNCA TE ATREVISTE A PREGUNTAR"

Atención: Éste es el capítulo 2 de una serie de ocho capítulos. Es conveniente leerlos en su orden correcto. El anterior está en mi muro.

EL PERIODO 1814-1873.

En primer lugar, queridos amigos, tengamos clara una cosa: los españoles ya se odiaban desde que el rey Fernando Séptimo, allá por 1814, abolió la Constitución de Cádiz, suprimió las libertades cívicas y restauró el absolutismo. Es decir: se odiaban los españoles muchísimo antes de que Franco y Manuel Azaña pisaran el planeta Tierra. De hecho, sólo vivía Jordi Hurtado.

Liberales y absolutistas (así se llamaban entonces las izquierdas y las derechas) no pararon de matarse, de exiliarse y de hacerse muchísimas putadas durante el periodo 1814-1873. Es verdad que no se había inventado, todavía, el “detector de fascistas”. Pero daba igual: los españoles se mataban entre sí como si no hubiese un mañana. Fueron casi sesenta años de ininterrumpidas guerras civiles (tres guerras carlistas y multitud de pronunciamientos militares), con el añadido de la Santa Inquisición haciendo lo que mejor sabía: ahorcar herejes hasta 1826. En fin. Para qué contar. Baste con eso.

En septiembre de 1868, el general Juan Prim, hasta los cojones de los Borbones (eso rima), dio un Golpe de Estado y mandó al exilio a la reina Isabel II (la ninfómana heredera de Fernando Séptimo). Y con esa Revolución Gloriosa de Juan Prim (catalán de Reus, para más señas), en su Constitución de 1869 nos llegó a los españoles, por fin, el mayor cúmulo de libertades que jamás habíamos conocido: sufragio universal (masculino, claro), libertad de culto, de enseñanza, de reunión, de manifestación, de prensa, de correo privado, de asociación sindical, de asociación política, etcétera. Y nos llegó también con Prim (menuda paradoja para ser un catalán) el concepto práctico de SOBERANÍA NACIONAL: todos los españoles deberíamos pronunciarnos sobre lo que era de todos. No habría nunca “capillitas” en la Nación Española. Que se joda Puigdemont.

La Revolución Gloriosa de Juan Prim pudo ser algo muy, muy, muy grande, pero se quedó en el “pudo”. ¿Motivos? Los de siempre: las ganas que tenemos los españoles de ponernos zancadillas. Las reformas de Juan Prim iban de putísima madre hasta que empezaron los políticos a discutir si queríamos República o Monarquía. Ahí la cagamos. Prim quería otra Monarquía no borbónica. Los republicanos querían República. Y como Prim mandaba en el BOE (o como se llamase entonces la cosa aquella), nos trajo de Italia a don Amadeo de Saboya (qué mala rima, por Dios), un nuevo rey de quien todos los historiadores coinciden en afirmar que era una bellísima y voluntariosa persona, aunque un poco mujeriego.

De entrada, como aperitivo, el mismo día de la llegada a España de don Amadeo, se cargaron a Juan Prim. Hala. Seis tiros y a tomar por culo. ¿Quiénes? Ni se sabe ni se sabrá, aunque se sospecha fuertemente de sicarios a sueldo del duque de Montpensier, un cuñado de la reina destronada. En fin. Llamémosle X. Eso sí: sabemos con seguridad que Franco no mató a Prim, ni Azaña tampoco, pues ambos seguían sin haber nacido. De Vox y de Podemos hay dudas, pero parece que tampoco.

Don Amadeo puso todo su empeñó en reinar como rey Constitucional, pues lo habían votado las Cortes Españolas (donde la facción monárquica del difunto Juan Prim gozaba de una amplia mayoría). Sin embargo, sus dos años en el Trono fueron un verdadero calvario: los españoles lo despreciaron por ser extranjero (nos suena, ¿verdad?), y las facciones políticas monárquicas y republicanas no le dejaron ni respirar. El buen hombre, harto de todos nosotros, abdicó el 11 de febrero de 1873. He aquí un trocito de la carta de dimisión de don Amadeo de Saboya. No te la pierdas, lector. Te va a resultar familiar:

“Españoles: dos años ha que ciño la Corona, y la España vive en constante lucha, viéndose cada día más lejana la era de la paz y de ventura que tan ardientemente anhelo. Si fuesen extranjeros los enemigos en sus luchas, entonces yo, al frente de esos soldados tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos. Pero todos los que con la espada, con la pluma o con la palabra, agravan o perpetúan los males de la Nación son españoles. Todos invocan el dulce nombre de la Patria. Todos pelean y se agitan por su bien; y entre el fragor del combate, entra el atronador y contradictorio clamor de los Partidos. Entre tantas y opuestas manifestaciones de la opinión pública es imposible atinar cuál es la verdadera, y más imposible todavía hallar remedio para tamaños males. Lo he buscado ávidamente dentro de la Ley, y no lo he hallado. Fuera de la Ley, no ha de buscarlo quien prometió observarla”.

Y así, con esas rotundas y amargas palabras, dejando atrás una jaula de locos (expresión textual pronunciada en el tren que lo llevaba al exilio), se nos fue don Amadeo. Y el mismo día de su marcha, cuando aún no se había secado la tinta de su dimisión, las Cortes Españolas proclamaron la República. Ojo al dato, lector: hablo de la PRIMERA República Española. Franco y Azaña seguían sin nacer.

El estreno de la Primera República (11 de febrero de 1873) fue glorioso: saqueos en los campos, incendios en las ciudades, atropellos en las iglesias y asesinatos de terratenientes. El periódico “La Iberia”, a las pocas semanas de proclamarse la Primera República, decía lo siguiente respecto al campo andaluz:

“Aquí no se piensa más que en el reparto de bienes. No se conoce autoridad alguna. No hay respeto a la propiedad de las personas. Todo está, en el campo, a disposición de quien lo quiera coger”.

Pero lo peor de aquel prematuro experimento republicano fue el desorden cantonal. Imagínese el lector, a los tres meses de instaurada la República, a centenares de pueblos, ciudades y regiones convertidas en Cantones: una especie de locura del “derecho a decidir”, pero a lo bestia. Todos, independientes del poder republicano de Madrid. Cada cual, a lo suyo. La España plurinacional que tanto mola ahora, en estado puro. La Nación, en almoneda. Lo de Puigdemont, una bromita inocente comparado con aquello.

El Cantón de Granada declaró la guerra al de Jaén (te lo juro por mis muertos). El Cantón de Cádiz, al de Jerez (palabrita del Niño Jesús). El Cantón de Jumilla, al de Murcia (te lo juro por Snoopy). El Cantón de Cartagena pidió por telegrama a Washington incorporarse como Estado miembro a los Estados Unidos de América (que me dé un dolor si miento). Y ese mismo Cantón de Cartagena, tras apoderarse de los barcos de la Marina de Guerra Española, al grito de “¡a toa máquina!” pronunciado por un jefecillo llamado Tonete y con una bandera turca ondeando en el mástil de la nave capitana (sí, sí, lector: una bandera turca), bombardeó el Cantón de Alicante y repitió la hazaña con el de Almería, pirateando luego en el Mediterráneo al estilo de John Silver El Largo, el bucanero patapalo de la isla del tesoro. Un sindiós.

Tanto es así que, muchas décadas después de aquel dislate, cuando los republicanos pudieron hablar sin ataduras sobre la Primera República Española (que duró once meses), esto fue lo que contó en sus Memorias don Emilio Castelar, el republicano más insigne de aquella desastrosa época:

“Hubo días de aquel verano (1873) en que creíamos completamente disuelta nuestra España. La idea de legalidad se había perdido en tales términos que un empleado cualquiera asumía todos los poderes y lo notificaba a las Cortes; y los encargados de cumplir las leyes las desacataban sublevándose, o tañendo a rebato contra la legalidad: tratábase de dividir en mil porciones nuestra patria; porciones semejantes a las que siguieron a la caída del Califato de Córdoba”.

Y todo eso, lector, sin que Franco, ni Azaña, ni Vox, ni Podemos, hubiesen puesto aún los pies en la Tierra.

Continuará mañana.

Firmado:

Juan Manuel Jimenez Muñoz.

Médico y escritor malagueño.

                                                                               ………………….

 

CAPÍTULO TERCERO de “TODO LO QUE SIEMPRE QUISISTE SABER SOBRE LOS ORÍGENES DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA PERO NUNCA TE ATREVISTE A PREGUNTAR.

Atención: Éste es el capítulo 3 de una serie de ocho. Es conveniente leerlos en su orden correcto. Los dos anteriores están publicados en mi muro (anteayer y ayer).

EL PERIODO 1874-1931.

Como vimos en el capítulo anterior, la Primera República Española acabó como el rosario de la aurora. En 1874, once meses después de haber sido proclamada, un militar español, al estilo de Tejero, entró en el hemiciclo del Congreso y expulsó a los diputados. Incluso, para más paralelismo, lo acompañaba un piquete de guardias civiles. Y hala. A la mierda los Cantones. Pero nadie rechistó. Nadie protestó. Todos respiraron con alivio. Incluso los republicanos más comprometidos con la causa comprendieron que aquel disloque de Primera República se les había ido de las manos, y que ya tendrían mejor ocasión para sus experimentos patrios.

En 1875, los militares proclamaron rey de España a don Alfonso XII (otra vez un Borbón). Traía consigo Alfonso XII a un inteligentísimo Antonio Cánovas, el cual había diseñado un ingenioso sistema de alternancia bipartidista en el Gobierno para que, aunque con distinto nombre, siempre gobernasen los mismos. Y la gente llana, que había quedado vacunada (por un tiempo) de Revoluciones, Cantones y Repúblicas, empezó a tragar con todo. Virgencita, virgencita, que me quede como estoy.

Las elecciones se amañaban con natural descaro: ahora entras tú, ahora entro yo, ahora comen los míos, ahora comen los tuyos, y todos tan felices en aquel abrevadero político. Jugaban a esa alternancia “la derecha conservadora” y “la izquierda liberal”, que de izquierda tenía poco. Y es que los obreros de las ciudades y los jornaleros de los campos ya estaban en otras películas: la CNT, la UGT y el PSOE eran el futuro de la izquierda.

El consabido pucherazo electoral lo daban los caciques rurales, semidioses en sus feudos, a sueldo de los terratenientes. Al lector rural le sonará de algo: a ti te dejo vivir, y a ti no. A ti te firmo yo el paro, y a ti no. A ti te contrato para las aceitunas, y a ti no. Tú me votas, y yo te doy jornales en mis fincas. Tú me la chupas con ritmo, y yo te meto en mi casa de criada.

Suena muy duro, ¿verdad? Pues así estaban los tiempos aquellos. Y conviene tener todo esto muy claro, pues ciertas cosillas que vendrán después (cierta rabia desatada, ciertos desmanes) sólo se explican (que no se justifican) por el odio acumulado durante las vejaciones sufridas para conseguir el puesto de criada, o por los miles de jornaleros humillados en las plazas de los pueblos, o por los sermones del cura desde el púlpito; sermones del tipo “aguantaos en la Tierra, que ya recibiréis vuestro premio allá en los Cielos. Y Ave María Purísima. Amén”.

Aquel invento de Cánovas (amaños electorales, mucho cacique suelto, mucho cura de misa y olla y mucha Guardia Civil) duró casi medio siglo. Y, obviando los miles de muertos en las guerras coloniales, hubo en España un largo periodo de falsa paz. Y digo “falsa” porque, aunque sin guerras civiles internas, no puede llamarse paz a la falta de libertades, a los obreros muriendo en las fábricas sin asistencia sanitaria, a los caciques mangoneando en los pueblos, a los curas haciendo y deshaciendo a su antojo, a las bombas anarquistas en las fábricas, a los pistoleros que contrataban los patronos para deshacerse de los líderes obreros, a los ricos cada vez más ricos y a los pobres cada vez más miserables.

Eran los ricos tan ricos (y eran los pobres tan pobres) que incluso los ricos podían permitirse el lujo de pagar a un pobre para librarse ellos del servicio militar. Esto es: viva España y todo eso, pero que los muertos en nuestras colonias los pongan otros, que para carne de cañón ya están los pobres, y yo, el vizconde de Archipámpanos, me quedo en casa de papá para cepillarme a la criada. Y que viaje el novio de la criada a servir a Filipinas.

Por cierto. La pérdida de Cuba y de Filipinas (1898) fue la repera. Se nos vino el mundo encima. España se nos quedó pequeña. Todos metidos en la piel de toro sin empresas internacionales de calado, siendo el hazmerreír de Europa y de los Estados Unidos, y con los políticos de toda calaña culpándose unos a otros del desastre colonial. Y como cuando se nace martillo del cielo te caen los clavos, se nos vino encima otro problema. Y bien gordo. Éramos pocos, y parió la abuela. A saber: los catalanes y los vascos comenzaron a considerar que era un pésimo negocio ser español, y que mejor les iría solitos que mal acompañados. Y dicho y hecho: empezaron los susodichos compatriotas a inventarse las primeras monsergas del “Rh negativo” y del “España nos roba”; unas monsergas que trajeron cola mucho después, con los Sabinos, los Arzallus, los Rufianes, los Companys, los Puigdemont, los Otegis y los etarras encapuchados. Pues monsergas eran, y no otra cosa, acordarse de las esencias “patrias” (mira qué casualidad) justo en el momento en que a catalanes y vascos se les acabó el negocio cubano del azúcar, y precisamente cuando ellos, en su territorio vascongado y catalán, tenían ubicada la industria textil, la industria pesquera, la industria pesada y la minería del carbón. Ya lo dijo muchas veces mi admirado Alfonso Guerra: quien quiere comer aparte, es porque quiere comer más.

En ese estado de cosas, con ese cabreo general, con las bombas anarquistas haciendo pupa en las fábricas, con sanguinarios bandoleros campando a sus anchas por los campos y con los pobres reclutas sublevados para evitar el servicio militar en tierras africanas (el Protectorado de Marruecos era casi lo único que nos quedaba del Imperio Colonial), un general español, don Miguel Primo de Rivera, dio un Golpe de Estado en 1923 y proclamó la Dictadura Militar. Eso sí: no lo hizo solo. El rey de España (a la sazón Alfonso XIII) fue su compinche: le pareció muy bien al rey mandar a hacer puñetas la vieja Constitución canovista y dejar que gobernasen los militares con mano férrea.

Y hay que decir, porque es de justicia hacerlo, que aquella Dictadura Militar del general Primo de Rivera fue mano de santo para solucionar muchas cosas. Se acabaron los desastres militares en las guerras africanas; la Obra Pública subió como la espuma; los bandoleros y los anarquistas dejaron de dar por culo; se sanearon las arcas públicas y se crearon muchísimos puestos de trabajo. Incluso algunos líderes del Partido Socialista de entonces (un joven Largo Caballero) colaboraron en determinados asuntos con el Dictador para poner orden en España.

Pero, como ocurre siempre en la Patria, aquello fue un espejismo. Era imposible que funcionase a perpetuidad un sistema político que negaba las libertades a sus ciudadanos. No había Constitución en vigor, ni elecciones, ni derecho de huelga, ni de manifestación, ni de sindicación, ni de reunión, ni tampoco libertad de cátedra… Se ilegalizaron los partidos políticos y las organizaciones sindicales; y Alfonso XIII, que había sido artífice con Primo de Rivera de aquel autogolpe de Estado, tenía los días contados como rey. Todos los sabían. Era un Borbón irreciclable. Un cadáver político cuya suerte estaba ligada a la del Dictador.

Y así fue. Primero, en 1930, don Miguel Primo de Rivera dimitió de su cargo dictatorial. Y luego, en abril de 1931, se celebraron elecciones municipales en España. Como no podía ser de otra manera, barrieron los partidos republicanos en todas las grandes urbes. Es verdad que fueron unas elecciones municipales y no un plebiscito sobre la forma de Estado. Pero fue suficiente para que el rey Alfonso XIII, cagándose del susto, entendiera el mensaje y tomara las de Villadiego. Y esa huida hizo que la Segunda República llegase a España como un régimen legal y legítimo.

Sayonara, monarquía borbónica. Adiós, don Alfonso XIII. La Segunda República acababa de nacer. Ahora venía lo bueno. Pero eso, lector, lo dejaremos para un nuevo capítulo de esta interesantísima serie.

Continuará el próximo lunes 25 de noviembre.

Firmado:

Juan Manuel Jimenez Muñoz.

Médico y escritor malagueño.

                                                                               ………………..

CAPÍTULO SEXTO de “TODO LO QUE SIEMPRE QUISISTE SABER SOBRE LOS ORÍGENES DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA PERO NUNCA TE ATREVISTE A PREGUNTAR”.

Atención: Éste es el capítulo 6 de una serie de ocho. Es conveniente leerlos en su orden correcto. Los cinco anteriores, consecutivamente, están publicados en mi muro.

1936: UNA BONITA GUERRA INCIVIL.

Decíamos en el capítulo anterior que las elecciones generales de febrero de 1936 (que se celebraban a dos vueltas) las ganó el Frente Popular, una coalición de anarquistas, comunistas, socialistas y republicanos de izquierda. Pero hay polémica sobre eso. Mucha polémica. No hay dos autores que opinen igual (y conste que he leído muchísimo). Unos afirman que hubo pucherazo desde el primer momento. Otros, los más, dicen que fueron limpias en la primera vuelta pero nada limpias en la segunda. Otros, que el Frente Popular ganó con claridad. No voy a entrar en materia por falta de consenso histórico. A efectos de esta miniserie, aceptaremos acríticamente que las cosas son como sucedieron.

El caso es que a las derechas les sentó fatal aquella pérdida, y, al igual que habían hecho antes las izquierdas en 1934 (las de la Revolución asturiana), dijeron que ya no jugaban más a la República, que la cena de cuñados de Nochebuena había llegado a su fin, y que rompían la baraja. Lo expresó nítidamente Gil Robles, el vencido líder de la derecha: <<media España no se resignará a morir a manos de la otra media>>.

Los fascistas de Falange comenzaron entonces a pegar tiros en las calles para matar socialistas y comunistas. Pero los comunistas del PCE tampoco eran mancos para matar fascistas. Ni los anarquistas de la FAI para matar fascistas. Ni los socialistas del PSOE para matar fascistas. Ni los socialistas de UGT para matar fascistas. En total, casi 500 asesinatos políticos entre marzo y junio de 1936. Una barbaridad con b de bandido.

Y de los dirigentes políticos, ni digamos. Aquellos irresponsables, en lugar de poner paz entre sus huestes, se dedicaron a calentarlas más. De hecho, en junio de 1936, el Presidente del Gobierno de la República (un izquierdista afín a Azaña), desde la tribuna del Congreso, amenazó de muerte a José Calvo Sotelo, líder y diputado de un partido de extrema derecha que tenía la mala, reiterada y peligrosa costumbre de vocear en público lo bonito que sería un Alzamiento Militar contra la Segunda República. Tócate los huevos. A ver, lector. Imagina por un instante a Pedro Sánchez tomando la palabra en el Congreso para amenazar de muerte a Santiago Abascal. Un poner. Y de esa manera, un mes más tarde, en su propio domicilio, en plena noche y ante su llorosa familia, vistiendo el diputado pijama y zapatillas, unos funcionarios públicos, todos militantes del Partido Socialista, secuestraron al ya amenazado Calvo Sotelo para minutos después (¡minutos!) descerrajarle cuatro tiros y abandonar su cadáver en un cementerio madrileño. Fue el primer “paseíllo” del que se tiene noticia. Pronto (en días) se pondrán de moda los “paseíllos” en toda España, tanto en el bando republicano como en el bando sublevado.

Los militares de más alto rango, que ya venían planeando un golpe de Estado contra la República desde la victoria del Frente Popular, vieron en ese asesinato de Calvo Sotelo la oportunidad de oro para justificar su Alzamiento. El general Mola fue nombrado por sus compañeros jefe de la sublevación: “director”, en palabras exactas. Y fue Mola quien, por fin, convenció a un ambiguo y camaleónico Franco para que se sumase a la rebelión. Porque Franco, como se ha dicho, era ante todo franquista. Y no alzaba nunca una pierna sin tener bien apoyada la contraria.

Y así, con ese disloque de país, pasándose todos por la entrepierna la Segunda República, buscando todos los partidos una dictadura de su cuerda (dictadura del proletariado para la extrema izquierda o dictadura del fascio para la extrema derecha), sin importarle ya a nadie lo que las elecciones habían dicho o lo que fuesen a decir en el futuro, llegamos al famoso 18 de julio de 1936: el día de la sublevación de parte del ejército español para derrocar a la Segunda República, una República que nunca fue la Jauja que muchos, ahora, nos quieren pintar y vender.

¿Qué querían los militares sublevados? Fácil. Alzarse en todas las capitales de provincia, finiquitar la República en pocos días y asesinar a sus dirigentes. De eso no hay duda. ¿Lo consiguieron? Sólo parcialmente. Quedó en manos de los insurrectos casi un tercio del país, y fracasaron en los dos tercios restantes, pues el Gobierno republicano, sobrepasado por los acontecimientos, entregó armas a los partidos de izquierda y a los sindicatos obreros para que sus afiliados defendiesen la República. Y así, lo que algunos insensatos militares creyeron que iba a ser cosa de días, se transformó en tres años de terror.

Militares rebeldes, armados. Militares leales, armados. Obreros, armados. Psicópatas, armados. Meapilas, armados. Envidiosos, armados. Violadores, armados. Asesinos en serie, armados. Delatores, armados. Resentidos, armados. Oligofrénicos, armados. Poetas, armados. A quien lo abandonó la novia por otro, armado. El que debía dinero al vecino, armado. El terrateniente desposeído, armado. El jornalero sin jornal, armado. Los señoritos andaluces, armados. A quien un cura le negó un favor, armado. Falangistas del ¡viva España!, armados. Comunistas del ¡viva Rusia!, armados. Socialistas del ¡viva Lenin!, armados. Anarquistas del ¡viva yo!, armados. Atracadores, armados. Analfabetos, armados. Intelectuales, armados. Salvapatrias, armados. Malcomidos, armados. Presidiarios, armados. Separatistas, armados. Torturadores, armados. Y eso, querido lector, fue nuestra Guerra Incivil: una zapatiesta de mil pares de cojones con muchas cuentas personales que ajustar, y no tanto el rollo de batallas que te explican en el cole. En fin. Una bonita Guerra Incivil donde lo mejor de cada casa pudo ensayar a gusto cuantas maldades y horrores te puedas imaginar; un aquelarre de malas personas que disfrutaron lo suyo torturando, matando, robando y dejándonos el país como un erial.

¿Cuánto mató cada uno? Respuesta: lo que buenamente pudo durante el tiempo que pudo. Veamos varios ejemplos:

Agapito García Atadell, dirigente socialista madrileño, chequista, asesino, ladrón y extorsionador. Mató cuanto pudo entre agosto y octubre de 1936 al frente de las Brigadas del Amanecer: sus más de 600 víctimas eran gentes de derechas a quienes robaba joyas y dinero antes de llevarlas a su checa particular para darles matarile o negociar un rescate. Acabó fugándose en un barco con sus ganancias. ¿Su excusa? Era un psicópata. 

Teniente general Juan Yagüe, falangista, apodado “el Carnicero de Badajoz”. Mató cuanto pudo en su campaña relámpago de Extremadura, en agosto de 1936: sus víctimas fueron 3000 prisioneros republicanos vencidos. Todos civiles. Todos ejecutados. ¿Su excusa?: en su avance hacia Madrid no podía dejar enemigos “rojos” a su espalda. 

Santiago Carrillo, líder comunista del PCE. Entre noviembre y diciembre de 1936 ordenó matar cuanto pudo en Paracuellos: sus víctimas fueron 2500 prisioneros de derechas. ¿Su excusa?: temiendo el avance hacia Madrid de las tropas de Juan Yagüe, no podía dejar enemigos “azules” en las cárceles madrileñas.

André Marty, comunista francés en territorio español, nombrado por Stalin jefe de las Brigadas Internacionales, un cobarde que jamás pisó un frente de batalla, conocido como “el Carnicero de Albacete”. Mató en retaguardia cuanto pudo entre 1936 y 1938: más de 500 civiles señalados como derechistas. ¿Su excusa? Era un psicópata.

Francisco Franco Bahamonde, líder de la sublevación militar contra la Segunda República. Mató más que nadie, no hay duda, pero porque sus rivales tuvieron menos tiempo y menos oportunidad de hacerlo. Él tuvo 39 años por delante para firmar sentencias de muerte con absoluta frialdad. ¿Su excusa? Salvar a la Patria, mandar muchísimo y convertir España en un cuartel. Pero eso, lector, ya es otra historia.

Mañana jueves, 28 de noviembre, hablaremos de “los buenos” y “los malos” durante la Guerra Civil. Pordióbendito, no querrás perdértelo, ¿verdad? Te aseguro que te va a sorprender.

Firmado:

Juan Manuel Jimenez Muñoz.

Médico y escritor malagueño.

                                                               ………………………………..

CAPÍTULO SÉPTIMO de “TODO LO QUE SIEMPRE QUISISTE SABER SOBRE LOS ORÍGENES DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA PERO NUNCA TE ATREVISTE A PREGUNTAR”.

Atención: Éste es el capítulo 7 de una serie de ocho. Es conveniente leerlos en su orden correcto. Los seis anteriores, consecutivamente, están publicados en mi muro.

1936-1939: ¿QUIÉNES FUERON LOS “BUENOS” Y LOS “MALOS”?

Sobre nuestra Guerra Civil hay tres conceptos que se funden y confunden intencionadamente desde hace 88 años: LEGALIDAD, RAZÓN Y BONDAD. Y dejando atrás los rencores, no hay que ser un Pitágoras para responder con ecuanimidad:

a-¿Qué bando tenía la legalidad (la legitimidad) en aquel conflicto civil: los republicanos o los franquistas? Respuesta: los republicanos, no cabe duda. La República, aunque imperfecta, era legítima. Y quien se subleva contra un régimen legítimo carece de legitimidad. Punto.

b-¿Qué bando tenía “LA” razón? Respuesta: Ninguno. Nadie tenía “LA” razón, pero ambos bandos tenían “SUS” razones. Razones confesables o inconfesables, materialistas o idealistas, canallescas o sublimes. Incluso razones de pura supervivencia. La verdad sea dicha: llegaron a haber tantas razones en juego como personas implicadas en la contienda.

c-¿Qué bando era, pues, “el bueno”? Respuesta sincera: “buenos” son los Ángeles del Cielo, que están a la diestra del Señor, allá en Su Gloria. Aunque yo, acérrimo admirador de don Arturo Pérez-Reverte, no negaré su teoría:

<<No todos los que hoy recuerdan con orgullo a sus abuelos, heroicos luchadores de la España republicana o nacional, saben que muchos de esos abuelos no pasaron la guerra peleando contra sus iguales, matando por sus ideas o por su mala suerte, sino sacando de sus casas de madrugada a infelices, cebando cunetas y tapias de cementerios con maestros de escuela, terratenientes, sacerdotes, militares jubilados, sindicalistas, votantes de derechas o de izquierdas, incluso a simples propietarios de algo bueno para expropiar o robar. Así que menos orgullo y menos lobos, Caperucita>>.

Sí, sí, lector. Ya lo sé. Pérez-Reverte no estuvo allí, y habla de oídas. Seguro que tu abuelo, o que tu padre, luchó en el bando correcto e hizo las cosas correctas: otra cosa es impensable. Pero por si te sirve de algo, esto escribió el periodista republicano don Manuel Chaves Nogales en 1937 desde su exilio parisino, en los momentos más encarnizados de la guerra:

<<Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos han actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos. Yo, por insignificante que fuese, ya había contraído méritos para haber sido fusilado por los unos y por los otros>>.

Así pues, sabiendo eso, repito mi pregunta: ¿qué bando era “el bueno”? Venga, lector, ayúdame a salir de dudas:

Bueno fue Melchor Rodríguez, anarquista de postín, delegado de prisiones en Madrid por la República, quien, jugándose la vida muchas veces, se negó a que los milicianos sacaran de las cárceles a los derechistas para darles matarile. Y malo fue el miliciano comunista que abrió en canal a un sacerdote y colgó sus restos de unos ganchos en la puerta de su casa con el siguiente cartel: <<se "bende" carne de cerdo>>.

Bueno fue Luis Rosales, poeta falangista, que escondió en su casa a Federico García Lorca, aunque no pudo impedir que otros fascistas se lo llevaran detenido. Y malos fueron los falangistas sin nombre que le pegaron cuatro tiros a Federico por ser de izquierdas y homosexual.

Bueno fue el alcalde republicano de Málaga, don Eugenio Entrambasaguas, el cual, entre julio de 1936 y febrero de 1937, a través del cónsul de Méjico en Málaga, puso a salvo en Gibraltar a numerosos sacerdotes y personas de derechas. Y malo fue el fiscal Arias Navarro, “carnicerito de Málaga”, futuro Presidente del Gobierno en los últimos años de Franco, quien, ante las súplicas del cónsul mejicano para que perdonase la vida del buen alcalde republicano dijo así: << ¡Pero cónsul, por favor! ¡Es el alcalde rojo de Málaga! ¡Es “fusilable por necesidad”! >>.Y el cabrón, lo fusiló.

Bueno fue el cura de mi pueblo, con una demencia senil, retirado desde hacía años de labores pastorales, el cual, mientras los milicianos del partido comunista le hacían cavar su propia fosa antes de asesinarlo (y después de haberlo torturado), los bendijo a la luz de la luna y les pidió permiso para rezar un Credo. Se llamaba aquel mártir don Ricardo Muñoz Ortega. Y malos fueron, ¡cómo no!, sus torturadores y asesinos.

Bueno fue el canadiense Norman Bethune, médico de las Brigadas Internacionales, que anduvo con su ambulancia entre los civiles bombardeados por Queipo de Llano en la carretera Málaga-Almería, curando a duras penas las heridas y transfundiendo sangre como buenamente podía. Y malo fue el criminal Queipo de Llano, general borrachín y lenguaraz al servicio de Francisco Franco, quien bombardeó desde el mar y desde el aire a decenas de miles de indefensos malagueños (republicanos) que huían por aquella carretera en lo que se ha conocido como “la desbandá”.

Bueno fue el propietario de derechas que, ante la inminente entrada de las tropas franquistas en su pueblo, ocultó tras un muro de su casa a dos líderes jornaleros que, en los inmediatos meses del dominio rojo, le habían expropiado sus tierras. Y malo fue don Juan Negrín, presidente del Gobierno de España en los estertores de la República, el cual, aun a sabiendas de que todo estaba perdido, alargó la guerra innecesariamente doce meses para hacerle un favor a Stalin y mantener abierto en España un conflicto con posibilidad de internacionalizarse.

Bueno fue Miguel Hernández, poeta marxista que visitaba trincheras y murió de tuberculosis en las cárceles de Franco. Y malo fue Rafael Alberti, poeta marxista también, apoltronado en la retaguardia a costa de la “Agrupación de Intelectuales Antifascistas”, visitando checas madrileñas para su esparcimiento moral, viajando a la madre Rusia y señalando con su pluma (“¡A paseo!” se llamaba su columna) a cuantos intelectuales de derechas necesitaban, según él, un inmediato “tratamiento”. Entre ellos a Unamuno (que se libró de sus iras).

Bueno fue Baudilio Sanmartín, comandante republicano que se negó a abandonar a la población civil de Málaga cuando sus superiores, a la vista de las tropas de Franco, ya habían huido de la ciudad. Y malos fueron los milicianos psicópatas que violaban y torturaban a los presos derechistas en las checas madrileñas (“cárceles del pueblo”, las llamaban). Eran anarquistas, socialistas y comunistas que, a falta de valor para luchar en los frentes de batalla, dedicaron sus esfuerzos “revolucionarios” a las siguientes torturas: la banderilla, el “empetao”, la ratonera, la silla eléctrica, la argolla, el quebrantahuesos, el depósito, la bañera, el huevo, la verbena y el dentista. Técnicas todas ellas que me niego a describir aquí, por si hay niños que me leen.

Y esto es todo cuanto debo decir de nuestra gran guerra, querido lector. Así de fácil o así de difícil fue. Que no existe, ni existirá, la bondad o la maldad colectivas. Pues la bondad, como la inteligencia o la belleza, no la posee un grupo organizado de personas –llámese Partido, Iglesia, Nación o Sindicato– sino cada uno de sus componentes individuales. Y bondad no es tan sólo la ausencia de maldad, sino un gesto proactivo hacia quien sufre, un sufrir también con él, un entregarse. Y la bondad nada tiene que ver con tener o no razón, ni con la legalidad, ni con la legitimidad. Se tiene razón, o no se tiene. Se posee legitimidad, o no se posee. Pero la bondad y la maldad son tonos grises, como grises fueron, también, las infinitas historias personales de nuestra Guerra Civil.

Continuaré mañana viernes, 29 de noviembre, con el capítulo final, que será el número ocho. Muchas gracias por leerme. Te espero sin falta mañana para el epílogo.

Firmado:

Juan Manuel Jimenez Muñoz.

Médico y escritor malagueño.

                                                               ……………………………..

 

CAPÍTULO OCTAVO (Y ÚLTIMO) de “TODO LO QUE SIEMPRE QUISISTE SABER SOBRE LOS ORÍGENES DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA PERO NUNCA TE ATREVISTE A PREGUNTAR”.

Atención: Éste es el último capítulo de una serie de ocho. Es conveniente leerlos en su orden correcto. Los siete anteriores, consecutivamente, están publicados en mi muro.

EPÍLOGO: LA DIFÍCIL RECONCILIACIÓN.

Quince de febrero de 1972. Cementerio de San Justo (Madrid). Mañana seca y fría. Invernal. La dictadura franquista, en sus estertores postreros, aún domina las fuerzas represivas del país. La oposición está instalada en el exilio, en los cementerios o en las cárceles. Las libertades, sometidas a la voluntad de un hombre, de un solo credo, de una sola religión, de un único pensamiento.

Hay un entierro esta mañana de 1972. En el sepelio, agrupados en torno a una tumba, se observa la variopinta fauna de aquella convulsa época: militares franquistas de altísima graduación con sus bigotitos finos, sus gafas oscuras y sus ostentosas condecoraciones; camisas viejas de Falange con sus correones cruzados en el pecho; derechistas tecnócratas del Opus en gabanes de buenos cortes; algún ministro del momento y representantes oficiales del Sindicato Vertical. Nada anormal en 1972. Aunque eso sí: resulta extraño que no haya un sacerdote oficiando. Sólo los enterradores.

Muchas personas –gente con pinta de obreros– se acercan en silencio al sencillo féretro y, antes de bajarlo a tierra, lo tocan con la yema de los dedos y lo envuelven en la bandera anarquista, la del movimiento libertario, la de la CNT. Se alzan entonces los puños y resuena, sobre los altos cipreses, el vibrante himno de los anarquistas: <<¡A las barricadas, a las barricadas… por el triunfo de la Confederación!>>. Los falangistas viejos también cantan, aunque sin gesticular. Los militares franquistas permanecen serios, respetuosos, callados, pero no cabizbajos, ni sorprendidos, ni medrosos. Ni un policía en las inmediaciones. Ni una detención. Ni un incidente.

Y esto que te acabo de contar, amigo de Facebook, fue, en mi humildísima opinión, el primer acto real de reconciliación que se celebró en España tras nuestra guerra civil. El primero y más sentido de todos, pues sólo habían acudido allí, a aquel cementerio madrileño de San Justo, en aquella fría mañana de febrero, las personas necesarias para el milagro aquel: los enemigos irreconciliables de 1936, los que se habían tiroteado en las trincheras de España, los que se habían insultado en la tribuna del Congreso de la Segunda República, los que se habían amenazado de muerte en algunos momentos de sus vidas, los que habían compartido piojos y disentería mientras se apuntaban con sus ametralladoras en el frente de batalla. En resumidas cuentas: los únicos a quienes concernía, en 1972, matarse o perdonarse de una vez.

Y se estaban perdonando aquella mañana de febrero. Fugazmente, eso sí. Pero era perdón aquello. O al menos, un reconocimiento “del otro”. Del "otro” que sangraba y padecía. Del "otro” que era un hombre, y no insecto. Del “otro” que también existía –para bien o para mal– en el seno de la Patria.

Me gustó mucho saber que allí estuvieron, en aquel sepelio madrileño, junto a los jerarcas franquistas, viejos obreros de la CNT, de la UGT y de Comisiones Obreras (todos en la más absoluta clandestinidad, pero protagonistas del acto). Y aquello me gustó más que cuando en 1977, de sus exilios dorados de Rusia, regresaron “Pasionaria”, Carrillo y Alberti; pues, al contrario de los asistentes al entierro, ninguno de los mentados estuvo en los frentes de guerra, ninguno fue asaltado por los piojos y las chinches y ninguno se aterró cuando, de noche, agazapados en sus madrigueras, se vieron en la tesitura de matar o de morir. Muertos de miedo.

Y es que el perdón, o la reconciliación nacional tras una Guerra Civil, ha de comenzar por la primera mano. Esto es: por gentes como las que se encontraban, aquella mañana de febrero, en el cementerio madrileño de San Justo. De los de la primera línea de batalla. De los duros. De los recalcitrantes. De los fanáticos. De los del bigotito fino. De los del puño en alto. De los del brazo alzado. Porque todos los demás, los que no vivimos “eso” (las trincheras, los disparos, la metralla, el miedo, los piojos y las chinches) podemos permitirnos ahora, desde la comodidad de nuestras casas, experimentar con el desastre, buscar de nuevo el desastre, refocilarnos en el desastre, hablar de oídas del desastre, y reivindicar ajustes de cuentas aun a costa de la Paz. Porque nosotros no estábamos allí, en el desastre. Y porque el desastre, ahora mismo, podemos ser nosotros.

Yo diría que aquel acto fugaz de 1972, con Franco vivo, fue el primer germen de lo que luego se vino a llamar “La Transición”. Sé que los historiadores me van a crucificar. Y sé que estoy navegando en aguas comprometidas. Pero no me entiendan mal. Ni los militares del régimen ni la Falange de 1972 querían nada parecido a una democracia en España. Eso está claro. La Transición vino después. Pero sí querían, en aquel febrero de 1972, homenajear a quien se lo merecía: a un enemigo del régimen, a un luchador antifranquista, a una de las mejores personas que, gracias a todos los santos, aparecen de cuando en cuando en la fauna del país.

Sé que te tengo en ascuas, lector. Y sé que sufres. Y estoy por acabar aquí los ocho relatos breves que te tengo prometidos para dejar que seas tú, con tu natural perspicacia, quien averigües el nombre de la persona a quien enterraban ese día, la persona a la que envolvieron en la bandera anarquista, la persona a la que le entonaron su himno de “a las barricadas”, la persona a la que se dignaron despedir –gafas oscuras, semblantes serios, medallas militares, bigotitos finos y camisas azules– lo más granado y fascista de aquel régimen tirano. Pero no. No sufras más. Yo te lo voy a decir.

Nuestro difunto se llamaba Melchor Rodríguez. Fue torero y chapista hasta que cambió esos oficios por el de la lucha obrera. Comenzó su militancia en el seno de UGT, aunque pronto se afilió a la CNT. Con esas siglas, durante la monarquía alfonsina, la dictadura de Primo de Rivera y la Segunda República, defendió como un jabato los derechos de los presos, lo que le valió la prisión en numerosas ocasiones.

Tras estallar la Guerra Civil, el Gobierno republicano le rogó a Melchor que asumiese la dirección de las prisiones madrileñas. Era el 10 de noviembre de 1936. Desde ese difícil puesto intentó detener las sacas de presos derechistas que los milicianos encaminaban al matadero de Paracuellos. No lo logró, por lo que, cuatro días más tarde, dimitió Melchor de su cargo. Pero el 4 de diciembre de ese 1936, con el explícito apoyo del presidente del Tribunal Supremo de la República, volvió Melchor Rodríguez a su puesto y, esta vez sí, detuvo definitivamente la caravana de la muerte a Paracuellos. Eso le costó poner en riesgo su vida, pues los enfrentamientos con la Junta de Defensa de Madrid (controlada por los comunistas) fueron de órdago. Intranquilo por que no se cumplieran sus órdenes, escoltaba Melchor, personalmente, los convoyes de prisioneros que salían de Madrid en direcciones diversas.

Las actuaciones más destacadas del anarquista Melchor Rodríguez tuvieron lugar cuando los milicianos llegaban a las prisiones de Alcalá y La Modelo exigiendo la apertura de las celdas para linchar a los presos. Melchor, entonces, acudía en persona y arriesgaba su vida enfrentándose a la turba. E incluso daba orden de entregar armas a los reclusos si los asaltantes persistían en su empeño. Y así, de esa manera heroica, salvó Melchor "in extremis" la vida de 1532 personas.

Su último servicio a la causa republicana lo realizó Melchor aceptando el cargo de alcalde de Madrid cuando ya las tropas de Franco entraban en la ciudad. Hecho prisionero, el fiscal pidió para él pena de muerte. Entonces, en la sala donde lo juzgaban, se levantó de entre el público don Agustín Muñoz Grandes, saludó al Tribunal, se presentó como teniente general del Ejército de Franco y pidió declarar. A su testimonio añadió miles de firmas de personas que, como él, habían sido salvadas por Melchor: Valentín Galarza (militar), Ramón Serrano Suñer (político), Mariano Gómez Ulla (médico), los hermanos Rafael, Cayetano, Ramón y Daniel Luca de Tena (empresarios y periodistas), Bobby Deglané (locutor de radio), Ricardo Zamora (futbolista), y los falangistas Rafael Sánchez Mazas y Raimundo Fernández-Cuesta. Ya digo. Miles.

Le conmutaron la pena de muerte por la de prisión, hasta que obtuvo la libertad en 1944, pero siguió militando en el anarcosindicalismo clandestino hasta el final de sus días y, de hecho, fue detenido y procesado varias veces por esas actividades durante el franquismo.

Y ese anarquista español, Melchor Rodríguez, era el hombre a quien honraban en el cementerio de San Justo (qué nombre tan apropiado para alguien de esa talla tan humana) aquella fría mañana de 1972. Y lo honraban los “unos” y los “otros”. O como decía Unamuno, los “hunos” y los “otros”. Sus amigos y sus enemigos. Los “asquerosos fascistas” salvados por él y los “asquerosos rojos” de su "asqueroso" bando. Los antiguos combatientes enfrentados. Los de su mismo sudor y el mismo miedo.

Melchor Rodríguez. El hombre que encarnó prematuramente, sin desistir de sus ideales, la reconciliación nacional. El hombre con quien quiero despedir a mis lectores tras ocho intensos capítulos de nuestra Guerra Civil. El hombre que fue conocido en España como “el ángel rojo”. El hombre que, desde muy joven, había dicho lo siguiente: "se puede morir por las ideas, pero nunca matar por ellas".

Un héroe nacional. Una leyenda.

Salud a todos, y gracias por leerme.

Firmado:

Juan Manuel Jimenez Muñoz.

Médico y escritor malagueño.                                                                                                                                                                                                                                      

……………………………………….

Y hasta aquí todos los escritos, por den de edición

Un saludo a todos

Francisco Casero Viana- escritor jubilado