Hay que tener en cuenta que el imperio español no nació el 12
de octubre de 1492. Ese día, las carabelas españolas, bajo el mando de
Cristóbal Colón, descubrieron tierras nunca vistas antes por ojos occidentales.
Pero el descubrimiento de las diminutas islas de las Lacayas fue un hecho
fortuito, no el producto de un plan imperial. Colón salió a buscar un nuevo
camino hacia la India y dio con esas islas. Hubiera podido dar con otras
tierras, más al norte o más al sur, y para su propósito y el de los reyes
católicos –hallar la ruta que condujera a las islas de las especierías– el
resultado hubiera sido el mismo: ese camino no apareció entonces.
Desde que se empezó a profundizar en el estudio de la historia
americana, la identificación de la primera tierra que miraron absortos
Cristóbal Colón y sus compañeros en el descubrimiento, al abrir la aurora el
memorable día 12 de Octubre de 1492, ha sido objeto preferente de consideración
y controversia, reconocidas las dificultades que para la resolución del
problema ofrecen los extractos del Diario del Almirante transmitidas por
Bartolomé de Las Casas, y la vaguedad de indicaciones del diario mismo, tratando
de lugares vistos a la ligera, sin nombres propios y con accidentes de fácil
transformación en el transcurso del tiempo.
Los rumbos, las distancias recorridas, la graduación y la
variación de las agujas, hasta la apreciación de las medidas de que hablan las
relaciones del viaje, son otras tantas incógnitas que imposibilitan la solución
matemática. La hipótesis aplicada a cualquiera de ellas complica la
indeterminación, por lo cual personas de tan gran autoridad como Humboldt, Wallienaer,
Prescott, Irving, Robertson, han dudado al señalar por correspondencia de la
isla que se dice nombraban los naturales Guanahaní, y a la que denominó de San
Salvador el jefe de los nuevos argonautas españoles,
alguna de las que forman el grupo de las Bahamas.
«En las carabelas de Palos iban no pocos judíos y
moriscos, cristianos nuevos, forzados por los decretos de expulsión de los
Reyes Católicos. Uno de ellos hacía guardia a proa la noche del 11 de Octubre
de 1492, y no queriendo aventurar la impresión de sus ojos, dijo por lo bajo en
hebreo:
─Í, í (¡tierra! ¡tierra!).
Otro de su misma raza que al lado se hallaba
preguntó:
─Weana (¿y hacia dónde?).
─Hen-i (¡hé ahí tierra!) ─respondió Rodrigo de
Triana, primero que había hablado─. Waana-hen-i (¡y hacia allá, hé ahí tierra!)
─afirmó el compañero con profunda convicción.
Un cañonazo de la Pinta anunció entonces a todos
el feliz descubrimiento. »
Tampoco nació el imperio el día en que el Almirante levantó un fuerte en el borde norte de la Española y dejó en él 40 hombres. Esos hombres no eran soldados de un ejército imperial; eran tripulantes de la carabela Santa María. Su oficio era el de marinos, tal vez pescadores, y nada más. Por otra parte, no se quedaron en la Española como guarnición adelantada de un imperio sino porque en las dos carabelas que quedaron después del naufragio de la Capitana no cabían todos los que habían hecho el memorable viaje del descubrimiento; algunos tenían que quedarse mientras sus compañeros iban a España y volvían.
El imperio nació el 27 de noviembre de 1493, al llegar frente
a la Española, la expedición que organizó Colón, bajo la autoridad y con la
ayuda de los reyes, para empezar a poblar las nuevas tierras. En ese segundo
viaje iban 1,000 personas a sueldo de la Corona, iban más de 300 voluntarios;
iban caballos, cerdos, perros, semillas e hijuelas de plantas que debían
aclimatarse en el nuevo mundo.
Por otra parte, escribir sobre hechos históricos acaecidos
hace más de quinientos años, donde los Cronistas Mayores de los reyes que
hubieron hasta la caída del Imperio, que no se pusieron de acuerdo en cuanto a
los hechos realizados por los militares que comandaron tamaña aventura, es como
pasear sobre un tejado resbaladizo, puesto que cada uno de ellos realizó su
crónica en función de sus preferencias y simpatías hacia el hombre al mando de
la tropa en cada expedición de conquista, e incluso mucho después,
desmintiendo, criticando o desvirtuando las crónicas históricas sobre la
conquista y el trato con los indígenas, por lo que me permitiréis, lectores,
alguna aclaración sobre este tema para su mejor comprensión.
Son ejemplo de ello: “Historia de la Conquista de México”
escrita por Francisco López de Gómara, que acompañó a Hernán Cortés desde 1540
a 1547 sin haber llegado a pisar tierras americanas, años después de la hazaña
realizada por el conquistador, realizada entre 1519 y 1521, entrando a su
servicio después de la expedición efectuada por el rey Carlos I de España en
1541 para arrebatar Argel al almirante otomano Barbarroja y que terminó en una
derrota española, al regreso a España como su capellán.
En su función de confesor de Cortés tuvo acceso al
conquistador, y durante esas confesiones se gestó la idea de redactar una obra
que describiera lo acontecido años antes, aunque Gómara no presenció la fase
inicial de la conquista, que se había realizado 20 años antes.
Es posible que los motivos por los cuales el relato de la
“Historia de la Conquista de México” de López de Gómara, no haya gozado de la
difusión, tal vez merecida desde que la escribiese y publicase, comparándola
con otras crónicas de la conquista, como la escrita por Bernal Díaz del
Castillo, «Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España», soldado que
sí vivió junto a Cortés la época de la Conquista, pudo ser, entre ellos, la
admiración que Gómara sintió por Cortés, haciendo que Gómara cayese en desgracia
hasta el punto de prohibirse su edición. Aunque tal vez el motivo más decisivo
fuese la crítica de Gómara hacia Francisco de los Cobos, consejero y secretario
del Consejo de Estado en 1529 de Carlos V, utilizada por fray Bartolomé de Las
Casas, preceptor del príncipe Felipe en aquellos años, del que después llegaría
a ser rey del Imperio español con el nombre de Felipe II, o porque respecto de
los indígenas, su punto de vista fue el oficial, opuesto al de Bartolomé de las
Casas.
«Corregidores, asistentes, gobernadores, alcaldes
e otros jueces e justicias, cualesquier de todas las ciudades, villas e lugares
destos reinos e señoríos, e a cada uno y cualquier de vos a quien esta mi
cédula fuere mostrada, o su treslado signado de escribano público. Sabed que
Francisco López de Gómara, clérigo, ha hecho un libro intitulado Historia de
las Indias y Conquista de México, el cual se ha impreso; y porque no conviene
que el dicho libro se venda, ni lea, ni se impriman más libros dél sino que los
que están impresos se recojan y se traigan al Consejo Real de las Indias de Su
Majestad.....»
«El Príncipe
De Las Casas influyó de manera decisiva en el proyecto de
creación de las denominadas Leyes Nuevas, promulgadas en 1542 por el Consejo de
Indias, que como príncipe regía el futuro Felipe II, mientras Carlos V reinaba,
y que impedían la esclavitud de los indígenas.
Sin embargo, los deseos de Gómara de magnificar la figura de
Cortés, incluidos algunos errores históricos en su «Historia de la Con-quista
de México», ponen de manifiesto las distorsiones escritas sobre la historia y
el cuidado maniqueo elaborado sobre esta.
Los otros historiadores como Fernández de Oviedo, de las
Casas, Díaz del Castillo, Herrera, Fray Juan de Torquemada y otros tantos,
asimismo se sintieron impulsados, fuera a título de alcanzar mejor estatus para
lograr mayor prestigio o por puro sentido testimonial, o en cumplimiento de
santa obediencia o hasta por el interés literario a través de voluminosos
manuscritos, u otros, mediante cortos relatos, como Carvajal, Berlanga…, a
escribir la historiografía indiana con todo un abigarrado mosaico de narraciones,
explicaciones, y hasta justificaciones, de una riqueza sin par en la Historia
de la expansión europea y, de forma singular, en la española. Los modelos de la
literatura clásica sirvieron muy bien para acoger nuevas ideas y hechos,
incluso sus métodos y técnicas permanecen latentes a través de muchas páginas
de la literatura histórica americana.
La obra de Herrera, desde su parcial publicación en 1601,
despertó tan gran interés que muy pronto aparecieron traducciones al latín —cuatro
ediciones—, al francés —tres ediciones—, al alemán —una edición—,
al holandés —una edición— y al inglés —dos ediciones—. La
difusión que así alcanzó, confirma el interés que siguió, prevaleciendo en
Europa por saber acerca de las cosas del Nuevo Mundo, y en tanto que en su
calidad de Cronista Real en España, ponía Herrera un gran empeño en sus
trabajos, también el franciscano fray Juan de Torquemada —no confundir con
el inquisidor Tomás de Torquemada (1420-1498)—, quien fue misionero en
varias partes de la Nueva España, y allí, en 1609, fue nombrado cronista de la
orden franciscana.
El franciscano, después de bastantes años de trabajo, dio por
concluida su obra hacia 1612. Fantasías geográficas, leyendas y mitos fueron
contrapuestos a exactitudes y concreciones incuestionables; aspiraciones y
desvelos quedaron descabalgados por crudos hechos, pero ocasionalmente
superadas por realidades apabullantes, deslumbradoras, casi increíbles por la
apasionada narración de los testigos; el extraordinario e inmenso marco
geográfico quedó superado por la heterogeneidad y capacidad de sorprender del
territorio y del mundo indígena. Todo justificaba una literatura épica o
descriptiva y etnológica, la redacción de obras históricas, técnicas o
geográficas, interesantes siempre e importantes frecuentemente en la época,
aunque desmintiesen o desvirtuasen a otros autores anteriores o contemporáneos.
Entre el 12 de octubre de 1492 y el 13 de septiembre de 1598,
España cumplió un proceso que la llevó a la plenitud histórica y también la
dejó en las puertas de la decadencia. Inició el siglo como el país líder de
Occidente y lo terminó desgastada por las guerras de los reyes españoles. En
ese siglo España combatió en Europa, en América, en África y en Asia, y el
resultado fue que se desangró hasta tal punto, que todo lo que crecía en
apariencia lo perdía en potencia creadora. En una forma o en otra las guerras que España
libraba en Europa se reflejaban en el Caribe porque el Caribe era una de las
muchas fronteras de España, y por
cierto la más alejada hacia Occidente;
una frontera de territorios fecundos, adecuados para la producción de artículos
tropicales, y por tanto ambicionados por otros países, y además una frontera
con un rosario de islas que España no había ocupado, o lo que es lo mismo, con
una cadena de vacíos de poder que necesariamente atraerían sobre sí fuerzas
poderosas.
Lo que sí es cierto, es que la incorporación de las Indias a
la Corona de Castilla, a lo largo del siglo XVI, tras el proceso de conquista,
representó una enorme empresa militar que demandó hombres, ideas, instituciones
y recursos, y como todo proceso de conquista, la colonización del territorio
impuso el establecimiento del componente militar como la base fundamental en el
que se sustentaría el gobierno político-institucional de España en Indias,
porque sin conquista, sin guerra y sin soldados, ni el espacio americano ni el
posterior proyecto imperial habrían sido posibles.
El Imperio: Castilla, y luego España, aseguró con el tiempo la
institución militar en Indias como la estructura más significativa,
desarrollada, compleja, y al mismo tiempo, la más costosa de todas las
instituciones coloniales: al fin y al cabo, había sido la guerra el soporte de
todos los imperios mundiales más antiguos hasta la Edad Moderna.
El periodo inicial, que abarcaría hasta aproximadamente
mediados del siglo XVI, provocado por el deseo de riqueza, aventura y los
intereses de la Iglesia católica, fueron los motivos principales para trasladar
a las Indias, la idea de guerra y el proyecto de defensa en los inmensos
espacios, acuciados por los choques con civilizaciones políticas desarrolladas
—incas y azteca—, forzando a un proceso lento pero sos-tenido de acciones
militares, primero de conquista y posteriormente de colonización del espacio y
el poder castellano en Indias.
La hueste de conquista, de corte privada y pero con
antecedentes, intereses y hábitos medievales, fue el primer proyecto militar
peninsular en América. Cronistas-conquistadores, como el capitán Bernardo de
Vargas Machuca, mostraban ya en el siglo XVI las bondades y ventajas de un
proceso de absorción territorial del espacio indiano que Castilla era incapaz
de gobernar, por falta de los medios más eficaces para llevarla a cabo, siendo
los capitanes de cada expedición quienes asumiesen los riesgos y los gastos.
Sin embargo, las necesidades de la Corona de ejercer un control efectivo sobre
las crecientes riquezas americanas, llevó a Castilla a introducir la hueste
real, en detrimento de la hueste de conquista por supeditar lo público a los
intereses privados del capitán,—y por tanto públicos— en la consolidación
militar e institucional en Indias de España que sería sufragada por las arcas
públicas a partir de 1540, cuando se descubrieron la minas de plata.
Hasta entonces, y conforme a la tradición medieval, eran los
vecinos los que, por encargo del Rey, ejercían directamente en su localidad y
entorno las labores de defensa, algo especialmente importante en Indias a causa
de los crecientes ataques de piratas ingleses y holandeses desde finales del
siglo XVI. El deber de los vasallos para con la defensa quedó ejemplificado en
las Ordenanzas Generales de las Audiencias de 1563, origen, sin duda, de las
milicias americanas. Tampoco los encomenderos pudieron sustraerse a sus
obligaciones militares, fuertemente reguladas ya en tiempos del emperador
Carlos V.
La gran extensión de la tierra de frontera y la permanente
sensación de inseguridad para los colonos en Indias, a causa de los ataques
indígenas y los piratas, obligó a su defensa mediante fortalezas o presidios,
según el Fuero Viejo de Castilla en 1348, las Partidas en 1265, el Ordenamiento
Real en 1485 y la Nueva Recopilación de Castilla en 1567, proporcionando la
sensación de seguridad y el poder de la Corona al desarrollar así mismo sus
instituciones político-administrativas.
La misma naturaleza de la conquista, forjada por militares
curtidos, derivó en una militarización de la vida americana, que incitó a la
monarquía universal de los Austrias a trasladar recursos, y sobre todo hombres,
en dirección a América.
Sin embargo, para poder llegar a comprender cuales fueron los
motivos que desangraban económicamente a España bajo el reinado de Felipe IV,
en el contexto de Europa, debemos recordar que nos encontrábamos inmersos en la
Guerra de los Treinta Años, iniciada durante el reinado de Carlos V de Alemania
(Carlos I de España) entre los años 1618 y 1648, por causas religiosas,
políticas, económicas y ambiciones personales, en la que intervinieron la
mayoría de las grandes potencias europeas de la época. Esta guerra marcó el
futuro del conjunto de Europa en los siglos posteriores.
A finales del siglo XVI, Felipe II, tras ser coronado rey de
Portugal, en plena guerra de los 80 años, tenía bajo su poder uno de los
imperios más grandes de la historia. En aquellos momentos sus posesiones reales
ocupaban parte de los cuatro continentes conocidos, Asía, América, África y por
supuesto Europa. Pero por muchos kilómetros de distancia que estuvieran algunas
posesiones, ninguna le dio los quebraderos de cabeza que este pequeño rincón de
Europa. En definitiva, Flandes, según los grandes analistas de la historia
moderna, fue el culpable de que el Imperio Español acabará sucumbiendo, en
importancia, ante su gran rival, Inglaterra.
Flandes, también conocido como los Países Bajos, ocupaba en el siglo XVI un espacio muy similar al actual Benelux. En concreto podemos hablar de 17 provincias, con un gran grado de autonomía, que le llevaba a ser regidas como pequeños reinos independientes. Gracias a estar en medio de las grandes rutas comerciales entre el Atlántico, el Báltico, Europa e Inglaterra, su comercio, su banca y especialmente su producción textil, le llevaron a ser una de las zonas más ricas del continente.
Los problemas
comenzaron tras la abdicación de Carlos V en su hijo Felipe II, y si el primero
era visto como un compatriota, el segundo era un rey extranjero. Además, Felipe
II se hallaba en plenas discusiones del Concilio de Trento, donde fue
proclamado defensor del catolicismo, frente a la corriente protestaste que iba
impregnado los diferentes países Europeos. Las revueltas se iniciaron en 1566,
con diversas manifestaciones y saqueos de iglesias católicas como Tounai o
Amberes.
El trasfondo sería religioso, pero los motivos eran claramente
de otra índole: la aspiración de mayor autonomía, por parte de una sociedad que
quería mantener sus leyes y costumbres. Pero sobre todo, el deseo de la nobleza
de mantener su estatus, por lo que no es difícil imaginar las dificultades de
unos comerciantes católicos, rodeados de países protestantes: la Alemania
luterana, la Francia calvinista o la Inglaterra de Isabel I.
En 1601 se producen varias bancarrotas consecuencia de la
ausencia de llegada de plata y oro provenientes de América durante 25 años.
Durante el reinado de Felipe II se expulsó a los moriscos. Fue
una medida populista. Se había acabado con el periodo de integración dado por
Felipe II a las comunidades de musulmanes que quedaban en España. El pueblo la
entendió y la vio bien al considerar que los musulmanes eran aliados de los
Turcos. El peligro turco en el Mediterráneo y en Centro Europa era latente. En
total fueron expulsados 272.000 siendo la Corona de Aragón ( especialmente
Valencia y Aragón ) los más afectados por el problema. Las consecuencias:
fueron especialmente importantes en la Agricultura: aumentaron las tierras
despobladas, y la economía en general empobreció. Ante tal situación, el
Conde-duque de Olivares, Válido del rey, le dijo:
«Tenga Vuestra Majestad por el negocio más
importante de su Monarquía, el hacerse Rey de España: quiero decir, Señor, que
no se contente Vuestra Majestad con ser Rey de Portugal, de Aragón, de
Valencia, Conde de Barcelona, sino que trabaje y piense, con consejo mudado y
secreto, por reducir estos reinos de que se compone España al estilo y leyes de
Castilla sin ninguna diferencia, que si Vuestra Majestad lo alcanza será el
Príncipe más poderoso del mundo».
Como este proyecto requería tiempo y las necesidades de la Hacienda eran acuciantes, el Conde-duque presentó oficialmente en 1626 un proyecto menos ambicioso pero igualmente innovador, la Unión de Armas, según el cual todos los «reinos, estados y señoríos» de la monarquía hispánica contribuirían con hombres y dinero a su defensa, en proporción a su población y a su riqueza. Así la Corona de Castilla y su Imperio de las Indias aportarían 44.000 soldados; el Principado de Cataluña (no confundir con título nobiliario que solo ostentaba el rey de Aragón), el Reino de Portugal y el Reino de Nápoles, 16.000 cada uno; los Países Bajos del sur, 12.000; el Reino de Aragón, 10.000; el Ducado de Milán, 8.000; y el Reino de Valencia y el Reino de Sicilia, 6.000 cada uno, hasta totalizar un ejército de 140.000 hombres.
El conde-duque pretendía hacer frente así a las obligaciones
mi-litares que la monarquía de la Casa de Austria había contraído. Sin embargo,
el conde-duque era consciente de la dificultad del proyecto ya que tendría que
conseguir la aceptación del proyecto por las instituciones propias de cada
estado —singularmente de sus Cortes—, y éstas eran muy celosas de sus
fueros y privilegios.
Con la Unión de Armas, Olivares retomaba las ideas de los
arbitristas castellanos que desde principios del siglo XVII, cuando se hizo
evidente la decadencia de Castilla, habían propuesto que las cargas de la
Monarquía fueran compartidas por el resto de los reinos no castellanos, aunque
nada dijeron de compartir también los beneficios. Unas ideas que cuando comenzó
la Guerra de los Treinta Años fueron también asumidas por el Consejo de
Hacienda y el Consejo de Castilla. Este último en una «consulta» del 1 de
febrero de 1619, afirmó «que las otras provincias, fuera justo que se
ofrecieran, y aun se les pidiera, ayudaran con algún socorro, y que no cayera
todo el peso y carga sobre un sujeto tan flaco y desustanciado», en referencia
a la Corona de Castilla. Sin embargo, la opinión que tenían los arbitristas y
los consejos castellanos sobre la escasa contribución de los estados de la
Corona de Aragón a los gastos de la Monarquía, no se ajustaba completamente a
la realidad, además de que los castellanos sobrestimaban la población y la
riqueza de los reinos y estados no castellanos, una idea compartida por el
Conde-duque de Olivares.
En 1636, la declaración de guerra de Luis XIII de Francia a
Felipe IV, llevó
inevitablemente
la guerra a Cataluña, encontrándose sin más remedio con la Unión de Armas en
casa.
El Conde-duque de Olivares se propuso concentrar en Cataluña
un ejército de 40.000 hombres para atacar Francia por el sur y al que el
Principado tendría que aportar 6.000 hombres. Pronto surgen los conflictos
entre el ejército real —compuesto por mercenarios de diversas regiones
incluidos los castellanos— con la población local a propósito del alojamiento y
manutención de las tropas. Se extienden las quejas sobre su comportamiento —se
les acusa de cometer robos, exacciones y todo tipo de abusos—, culminando
con el saqueo de Palafrugell por el ejército estacionado allí, lo que
desencadena las protestas de la «Diputació General y del Consell de Cent de
Barcelona ante Olivares.
El Conde-duque de Olivares, necesitado de dinero y de hombres,
confiesa estar harto de los catalanes:
«Si las Constituciones embarazan, que lleve el
diablo las Constituciones».
Así a lo largo de 1640 el nuevo virrey de Cataluña, conde de
Santa Coloma, siguiendo las instrucciones de Olivares, adopta medidas cada vez
más duras contra los que niegan el alojamiento a las tropas o se quejas de sus
abusos. Incluso toma represalias contra los pueblos donde las tropas no han
sido bien recibidas y algunos son saqueados e incendiados. El diputado Tamarit
es detenido. Los enfrentamientos entre campesinos y soldados menudean hasta que
se produce una insurrección general en la región de Gerona que pronto se
extiende a la mayor parte del Principado. El 7 de junio de 1640, fiesta del
Corpus, rebeldes mezclados con segadores que habían acudido a la ciudad para
ser contratados para la cosecha, entran en Barcelona y estalla la rebelión. «Los
insurrectos se ensañan contra los funcionarios reales y los castellanos; el
propio virrey procura salvar la vida huyendo, pero ya es tarde. Muere
asesinado. Los rebeldes son dueños de Barcelona». Fue el Corpus de Sangre
que inició la Sublevación de Cataluña.
En diciembre se
sublevaba el reino de Portugal y en el verano de 1641 se descubría la
conspiración del duque de Medina Sidonia en Andalucía. Más tarde surgieron
nuevas amenazas en Aragón, Sicilia y Nápoles.
La idea de la Unión de Armas propuesta por el conde-duque de
Olivares fue
inaplicable por la oposición de las Cortes
catalanas. A partir de 1636 la guerra llegó a
sus
propias fronteras, en la que no tendrían más remedio que colaborar las clases
dirigentes catalanas (nobleza, clero y patriciado urbano), muy celosas
de sus fueros y privilegios y que ya habían sufrido algunos agravios simbólicos
por el rey y su valido. Los abusos del ejército sobre la población civil, tan
habituales en todas las guerras de la época sin mirar si se efectuaban sobre la
propia población o sobre el enemigo, despertaron en el campesinado una
conciencia de opresión que originó la Guerra de los Segadores tras el Corpus de
Sangre. La Generalidad catalana terminó por ofrecer su fidelidad al rey de
Francia.
La concentración de los escasos esfuerzos de la monarquía en
sofocar la revuelta catalana provocó la intensificación de los movimientos
conspirativos que en Portugal pretendían la vuelta a una situación de
independencia de la que no gozaba desde 1580. La imprudente pero necesaria
petición de más impuestos y de apoyo a la nobleza portuguesa para sofocar la
revuelta catalana (27 de octubre de 1640) precipitó los hechos, y el 1
de diciembre los descontentos proclaman como rey Juan IV de Portugal al duque
de Braganza, sostenido por Inglaterra. Conseguirá con poco esfuerzo imponerse a
los pocos apoyos de Felipe IV, tanto en el Portugal peninsular como en las
colonias (con pocas excepciones, como Ceuta), y consolidarse en el
poder.
Con poca diferencia de fechas, se detectó y reprimió con
eficacia la conspiración del Duque de Medina Sidonia en Andalucía (1641), donde
el Duque de Medina Sidonia pretendía establecer un reino separado, sin
prácticamente ningún apoyo interior, y con un apoyo exterior que, si es que
existió (una posible conexión con Portugal), fue irrelevante.
Medina-Sidonia es encarcelado y Ayamonte ejecutado.
El Duque de Híjar protagonizó, junto con un personaje llamado
Carlos Padilla (identificado como francófilo convencido), un intento
similar en Aragón, unos años más tarde, en 1648.22 Ambas (la de Medina
Sidonia y la de Híjar) han sido caracterizadas como una muestra de
oportunismo de los aristócratas, similar al de la nobleza francesa de la época (La
Fronda).
A raíz de estos rumores secesionistas, en el verano de 1648
encarcelan en Madrid a Miguel de Iturbide, político baztanés muerto en la
cárcel de Santorcaz por considerarle el cabecilla de una conjuración
separatista en Navarra.
También en 1648, este marino que había dirigido la Armada de
Barlovento se pasa a los franceses y amenaza con una flota corsaria las naves
españolas en el Caribe en los años siguientes. El origen navarro de su linaje
también hizo circular rumores de que podía pretender sublevar Navarra.
Más graves consecuencias podría haber tenido la revuelta
llama-da antiespañola de Nápoles (1647), movimiento popular con características
de motín de subsistencia liderado por el pescador Masaniello. El apoyo inicial
de algunos sectores de la nobleza y patriciado urbano duró poco al quedar claro
que la mejor defensa de su situación privilegiada era el propio Felipe IV y las
tropas españolas que, al mando de don Juan José de Austria, hijo natural del
rey, entraron en la ciudad de Nápoles en febrero de 1648.
En Sicilia, donde había estallado una revuelta similar,
sucederá lo mismo en septiembre de 1648.
La guerra en Europa no fue bien: ya se había perdido la
batalla naval de las Dunas (1639) y se perdería la batalla de Rocroi (1643). El
Tratado de Westfalia (1648) puso fin a la guerra en Centroeuropa y modernizó la
diplomacia europea, haciéndola más realista y menos dependiente de la religión.
Los Habsburgo de Viena sobreviven. La monarquía católica tiene que resignarse a
todo. Se reconoce la independencia de Holanda (tras ochenta años de guerra
con el paréntesis de la tregua de los doce años concedida por Felipe III),
como más tarde se reconocerá la de Portugal (1668). La guerra con Francia
continuó, pero la situación en Cataluña evolucionó favorablemente a los
intereses de los Austrias, aunque la paz de los Pirineos (1659) significó la
partición del territorio catalán, mientras su parte principal volvía a la
situación anterior a 1640, pues se respetaron los fueros tradicionales.
A pesar de que podía haber sido aún peor, los más de cien años
de hegemonía española en Europa pasaban a la historia. Quedaba patente la
Decadencia española que muchos contemporáneos (incluso el mismo Olivares)
denunciaban desde principios del XVII. Escaso consuelo eran para un pueblo
exhausto los artificiosos lujos barrocos que simultáneamente triunfaban en el
arte y la literatura del Siglo de Oro. Eso sí, quedó a salvo la pureza de la fe
en toda la Monarquía católica.
A principios de 1643 Felipe IV autorizaba al Conde-duque de
Olivares a que se retirara a sus tierras. Se constataba así el fracaso de «una
política audaz de integración hispánica que acabó en un desastre casi total» y
que «estuvo casi a punto de hundir la monarquía de Felipe IV».
Durante el siglo XVII, el trasvase de personas hacia las
colonias fue creciente,
estimándose en torno a las 4.000 personas
anuales durante la primera mitad de siglo. Aunque estos hombres no eran en su
totalidad, ni necesariamente militares o tropas enviadas exprofeso, contribuían
inevitablemente a ampliar el espacio de dominio español, alargando las
fronteras, colonizando territorios, fundando ciudades, pero también, generando
un problema militar. Porque la expansión obligó a defender el territorio,
construir fortificaciones y crear un sistema de financiación militar.
El problema de la defensa, por tanto, a lo largo del siglo
XVII fue clave para el sostenimiento de España en América, máxime cuando el
continente americano era ya un claro objetivo militar para los enemigos de
España.
Esta preocupación trasladó instituciones y reglamentos a
América de corte eminentemente castrense. Las ordenanzas militares se
sucedieron ininterrumpidamente: con Felipe II, las de 1560-1562, así como la
Ordenanza de Descubrimiento y Pacificación de 1573; Felipe III dictó las
ordenanzas de 1598, 1603 y 1611; Carlos II implanta múltiples disposiciones
legales de tipo militar en la Recopilación de 1680.
Y si durante el siglo
XVI, los ataques a las posesiones americanas fueron esporádicos y de escasos
efectos reales sobre el sistema colonial español —como los famosos del
pirata inglés Drake, que ya no ocurrirían de igual manera a lo largo de la
centuria siguiente—, América sufrió innumerables ataques, cada vez mejor
organizados, sufragados por estados rivales y planificados para impedir en lo
posible los mercados y tráficos mercantiles indianos.
Entre 1685 y 1686, cinco ciudades panameñas fueron atacadas
violentamente, y otras seis entre Nicaragua, Nueva España y el Perú: Portobelo
en 1668 y Panamá en 1671 fueron saqueadas por el filibustero gales Morgan,
asociado con otros filibusteros de la época: Christopher Myngs y el neerlandés
Eduard Mansvelt, quienes realizaron su primera operación a gran escala en 1668
al saquear la ciudad de Puerto Príncipe —actual Camagüey— en Cuba; y
durante el siglo XVII, varios enclaves españoles pasaron a manos enemigas:
Aruba y Curacao a los holandeses en 1634; Belice en 1630, Jamaica en 1655, y
Bahamas en 1670 a las de los ingleses; Martinica en 1635 y Santo Domingo en
1697 pasaron a manos francesas.
Guarnecidas tras fortificaciones que, hasta mediados del siglo
XVII eran principalmente de madera, las tropas españolas constituían, de facto,
el principal soporte de la defensa americana. Sin embargo, la procedencia de
estas tropas era esencialmente americana y miliciana, y dotadas de muy escasa
organización y profesionalización. Pese a que se ha escrito que el ejército
americano disfrutaba en el siglo XVII de una superioridad peninsular de tropas,
no existen datos suficientes para pensar que fuese cierto.
La continuidad de los ataques a las posesiones americanas y la
amplitud de los de las zonas a defender, fue lo que llevó desde finales del
siglo XVI a la creación de los Tercios del Mar Océano que, desde 1571, operaban
allá donde se los necesitaba, incluyendo las posesiones americanas, y que en
1603 pasó a denominarse Tercio Viejo de la Armada Real del Mar Océano. Estas
tropas eran las que, cuando las ocasiones lo precisaban, cruzaban el Atlántico
para llevar a cabo operaciones defensivas concretas, después de las cuales
regresaban usualmente a la península.
Estas acciones se produjeron a lo largo de todo el siglo XVII,
como las expediciones a Barlovento de 1630, o a Brasil en 1634-1639. Sin embargo, la presencia del factor humano
peninsular fue, desde el punto de vista castrense, esporádica y coyuntural,
porque la América española del siglo XVII no era aún un objetivo prioritario de
las potencias rivales de Castilla, y los principales teatros de operaciones
donde se fraguaba el destino de la hegemonía militar de los Austrias eran los
campos europeos.
Con la firma de la Paz de Westfalia finalizaba la guerra de
los Treinta Años en Alemania y la guerra de los Ochenta Años entre España y los
Países Bajos en 1648, en los Pirineos 1659 y en Ryswick en 1697, se inició un
nuevo orden en Europa central basado en el concepto de soberanía nacional.
Ante la pérdida de aquellas posesiones europeas, el reino de
Castilla se vio en la necesidad de trasladar hacia América el eje del problema
militar español, al ser la única esfera geográfica importante que pudo sostener
frente a la presión del absolutismo francés y el empuje creciente de Inglaterra
y Holanda. Además, la coyuntura fiscal de los últimos decenios del siglo XVII
no permitía el envío de tropas por la simple inexistencia de recursos.
La monarquía de Carlos II tuvo que hacer frente a una endémica falta de dinero, recurriendo permanentemente a donativos voluntarios, empréstitos forzosos, impuestos extraordinarios y venta de cargos y títulos, todo ello en un desesperado intento por seguir haciendo frente a la presión militar de Luis XIV sobre los territorios españoles europeos, y convirtiendo en una utopía la posibilidad de envío de tropas a América.
Castilla fue incapaz de seguir aportando hombres y se tuvo que
recurrir a territorios nuevos, como Navarra o la Corona de Aragón, así como al
reclutamiento de extranjeros, principalmente irlandeses. Y en ninguno de estos
casos, los hombres tenían destinos americanos porque las principales tensiones
militares seguían estando en Europa. La única participación peninsular en la
defensa de las Indias estuvo a cargo del traslado a las plazas americanas y a
las armadas que las guarnecían de la mayor parte de las piezas de artillería
que se producían en Castilla durante el siglo XVII.
Cartagena de Indias, en la costa del Caribe meridional, era el
puerto más importante de América y pieza clave en el tránsito comercial que
unía España y las Indias. Los Galeones de Tierra Firme amarraban en su
imponente puerto y realizaban el primer gran intercambio comercial antes de
continuar su singladura por aguas caribeñas. Pero pese a la importancia
estratégica y comercial del territorio, su sistema militar estaba anticuado.
Hasta mediados de siglo no se comenzaron a construir las primeras fortificaciones
en piedra, su sistema de defensa naval era casi inexistente, y las tropas aún
se organizaban siguiendo patrones feudales: las compañías pertenecían a un
capitán —de quien recibían el nombre—, y era éste el encargado de la recluta,
aprovisionamiento y control de sus hombres.
Pese a que las pagas era de procedencia pública el Fijo de
Cartagena se nutría de hombres locales, sin formación militar profesional, y
con tendencia natural a desertar en cuanto se dilataban los pagos. De igual
forma, las milicias apenas representaban un factor digno de mención y carecían
de importancia militar. Y aunque España se encontraba de nuevo en guerra contra
Francia desde 1689, no había sido capaz de consolidar sus defensas en Indias,
pese a que gran parte de los objetivos franceses eran obviamente las posesiones
españolas coloniales.
En esta tesitura, cuando el francés barón de Pointis se
presentó ante las murallas de Cartagena en 1697, el destino de la ciudad era
inevitable. Sin cobertura naval y con unas tropas mal pagadas desde hacía dos
años y reducidas a menos de la mitad, la conquista de Cartagena representó el
punto más bajo y deshonroso de un sistema militar incapaz de sostenerse en
América con sus propios recursos, ni de enviar refuerzos peninsulares.
Las consecuencias fueron trágicas para la ciudad, que quedó virtualmente desconectada del entramado comercial del que fuera protagonista principal durante veinte años, esquilmando sus ya de por sí exiguas arcas locales.
La tardía respuesta de la decadente España de Carlos II fue el
envío del capitán Díaz Pimienta en 1699 con 500 hombres, 110 piezas de
artillería, munición y armas. Fue el primer envío de tropas de un siglo que iba
a representar una auténtica revolución respecto del papel de las tropas
peninsulares españolas en la defensa de la América colonial. Las necesarias
reformas del siglo XVIII.
La muerte de Carlos II en noviembre de 1700 desencadenó una
nueva guerra europea por la sucesión al trono español, pero también por el
control del mercado territorial americano. La guerra trajo consigo las
rivalidades dinásticas, ambiciones y planes maximalistas tanto de los
británicos como de la aparentemente invencible Francia de Luis XIV.
La pugna por la sucesión a la corona española puso de
manifiesto-to los intereses de las grandes potencias por adquirir el control
—directo o indirecto— de las posesiones americanas españolas, arrastran-do a
todos los Estados importantes al conflicto. Pero pese a la supuesta
superioridad militar de Francia, que apoyaba a su propio candidato, la guerra
se tornó excesivamente larga y costosa para Luis XIV, cuyo Estado se encontró
rodeado de enemigos y asfixiado financieramente.
Holandeses, británicos, prusianos, austríacos o
catalano-aragoneses, suponían una combinación enorme habida cuenta de que los
castellanos apenas disponían de un ejército capaz de contrapesar las fuerzas
rivales, haciendo patente la grave crisis de un sistema militar antiguo y
obsoleto. En efecto, la guerra se tornó crítica para los intereses españoles en
América, cuyas posesiones y flotas tuvieron que ser protegidas por las
escuadras francesas en el Caribe. Lejos de contribuir la península a la defensa
indiana, se enviaban desesperadas órdenes para que se remitiera dinero para
paliar las exhaustas arcas de Madrid.
El puerto de Cartagena de Indias, aún no repuesto de la
tragedia de 1697, tuvo que sufrir permanentes amenazas de las armadas inglesas
así como la pérdida de varios buques ante la inoperancia de las autoridades
peninsulares. Resultaba paradójico, que las únicas fuerzas exteriores que
recibió La Habana durante el conflicto fuesen granaderos franceses que
organizaron, junto con milicianos locales, una exitosa incursión contra la
colonia británica de Georgia.
El colapso americano hizo imprescindible una profunda reforma
militar, toda vez que, sin defensas apropiadas ni tropas capaces de reforzar el
continente, el componente mercantil —base de la fortaleza española—
quedaba arruinado, como lo ejemplifica el que entre 1695 y 1721, no cruzara el
Atlántico ningún convoy de Galeones.
Parte de mi libro del mismo título, inconcluso desde hace años.
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